Cabo Verde 1944

un cuento de Sandro Degiani


Soñaba con estar tendido en la playa de Crotone, el mar lo acunaba con el rumor de las olas y de la resaca sobre la arena; un dulce rumor de enjuagues y de piedras que rodaban.

Sentía el duro contacto de las rocas en la espalda a través de la toalla y la leve brisa le traía el olor intenso del iodo y pequeñas gotitas de agua salada.

Pero espesas y veloces nubes negras oscurecieron el sol, la brisa se convirtió en un frío viento húmedo y se estremeció... despertándose sobresaltado.

Aun antes de abrir los ojos un olor acre de nafta mezclado con sudor, comida rancia y moho le cerró la garganta y le provocó un conato de vómito... trayéndole la dolorosa conciencia de dónde se encontraba... a bordo de un submarino navegando en el hostil e inmenso océano Atlántico.

El torpedo sobre el cual había puesto su manta para un turno de reposo hedía de aceite y metal, la manta olía a moho y estaba húmeda… habrían tenido que embarcar sólo sujetos privados de olfato.

Un compañero le pasó una escudilla con algo indescifrable, aplastado y tibio, y una feta de pan reseco y amohosado… quizá era el momento de dejar de lado el gusto además del olfato, y o de dejar confundir el olor a nafta en la sopa de frijoles. Era su turno de guardia y dejó el puesto de reposo a otro marinero; venían otras horas para pasar en la cámara de combate.

Recibió los informes de quien reemplazaba, verificó la carga de torpedos uno por uno, repitiendo la secuencia de lanzamiento y verificando la apertura de las compuertas y la presión correspondiente. No era necesario, pero no costaba nada verificarlo nuevamente; si llegaba alguna alarma, no habría tiempo para controles.

Y además ocho horas se hacen muy largas con la sola compañía de una docena de manómetros y manubrios rojos para observar.

Una ligera brisa llegaba de la puerta semiabierta. Debían haber llegado de la superficie y los ventiladores estaban aireando el submarino. El sordo pulsar del diesel confirmaba con que estaban recargando las baterías. Habían estado sumergidos casi dos días, las baterías debían ser cargadas, y este trabajo llevaba mucho tiempo.

Esto quería decir que, salvo imprevistos, cuando fuera relevado y estuvieran todavía en emersión, el reloj indicaría la tarde; quizá obtendría entonces del subjefe permiso para subir a cubierta y tomar un poco de sol, secarse un poco y probablemente afeitarse la barba de dos semanas.

Muchos de sus compañeros se dejaban la barba como señal distintiva del tripulante de submarinos en misión, pero él prefería mantener un aspecto civil, y además no tenía una bella barba, algún punto de la cara siempre quedaba al descubierto y eso le daba un aspecto sucio.

Hizo un rápido examen de conciencia; había estado embarcado por un mes, no tenía castigos o puniciones para descontar… el subjefe no le habría negado ese privilegio.

La campana sonó y él pasó la guardia a su compañero. Tomó de su compartimiento personal el peine, un pedazo de jabón y la máquina de afeitar, después atravesó la puerta y se dirigió hacia la sala central.

El subjefe estaba verificando la carga de las baterías con el ojo en el amperímetro; una rápida mirada le mostró que la lanceta estaba todavía lejana del sector verde de baterías cargadas; por lo menos otras tres o cuatro horas en la superficie…

“Subjefe, estoy en turno de reposo… ¿puedo ir a tomar un poco de aire?”

¿Quiere tomar aire también la brocha o vas a barnizar la torreta?

“Quisiera afeitarme, me siento desaliñado”

“Todavía nos quedan dos meses aquí adentro… en fin, si no terminamos entre los peces, no sólo estarás desaliñado, sino que tu mujer no te reconocerá y se va a esca-par”

“Mi mujer me abrazará aunque hediera como un arenque”

“Un arenque es un perfume del paraíso en comparación a un tripulante de submarino volviendo de una misión… pero las pulgas y las cucarachas se evitan… es el único costado positivo de la vida de un tripulante de submarino respecto de la infantería… Sube y manda abajo a Genaro, estuvo arriba una hora y sólo porque me convenció… tenía dos consignas para descontar…”

La luz del sol tropical lo cegó por algunos segundos, y permaneció firme, medio adentro y medio afuera, esperando volver a ver.

“Marinero… ¿tienes intenciones de bloquear la entrada por mucho tiempo?” dijo el Comandante de segunda. El tono era de broma, pero era mejor salir de ahí rápidamente.

“Disculpe teniente, quedé encandilado y tenía miedo de caerme…”

“Vaya a proa, marinero, y disfrute un poco del aire verdadero… aprovéchelo, porque no sé cuando volveremos a emerger así de tranquilos”.

Dirigió su mirada al horizonte y vio, no muy lejos, una isla en forma de cono, a no más de dos millas del submarino.

“¿Estamos cerca de tierra? ¿Es cierto?”

“Cierto… estamos en el archipiélago de Cabo Verde, territorio portugués y por tanto neutral, aquélla es Fogo, una isla volcánica”.

“¿Un volcán? Apagado, espero…”

“En efecto, por ahora no tenemos previstos espectáculos pirotécnicos”.

“Da una ojeada, es una bella isla, hay un montón de viñedos en las pendientes del volcán”.

Tomó el largavista agradeciendo el honor y lo manejó con mucha atención; era un instrumento precioso y no quería ni pensar qué hubiera pasado si lo hubiese echo caer, por eso, como primera medida, se pasó la correa al cuello.

Una sonrisa de aprobación del Teniente confirmó que había hecho lo justo; llevó el instrumento a los ojos y reguló los lentes.

La isla se acercó diez veces y vio las terrazas verdes en las pendientes del cono volcánico y manchitas que se movían entre las filas.

“Están trabajando en las viñas…”

“Es septiembre y estarán en la vendimia… en mi casa deben esperar un mes todavía para hacerlo, pero aquí el clima es mejor…”

“¿Usted de dónde viene, Teniente?”

“Del Piemonte, un pueblito cercano a Asti… Portacomaro, hacemos un Grignolino verdaderamente excepcional, la reina lo aprecia mucho y es clienta nuestra…”

“¡Proveedores de la Casa Real!”

“No nos ufanamos del título, pero lo somos”

“Y aquí quién sabe qué vino hacen…”

“Un vino blanco, perfumado, lo llaman ‘Sangre de Fuego’… no es malo, pero no podremos probarlo esta vez, debemos entrar en acción lo más rápido posible. Un convoy inglés proveniente de la India dobló el Cabo de Hornos hace seis días, debería pasar por estas islas del África en un día, por ahora debemos estar preparados para la acción”.

“Nos han quedado sólo cuatro torpedos señor… Arsenal nos embarcó sólo ocho y cuatro los lanzamos sin suceso la semana pasada”.

“Los lanzaremos a todos y después pegaremos la vuelta a casa… será un crucero breve, pero trataremos de llevar a casa un buen botín, elegiremos bien, naves grandes y vulnerables, petroleros o transportes de municiones, explotan y saltan en el aire con un solo torpedo, podemos también hundir cuatro naves si la fortuna nos asiste, treinta mil toneladas quieren decir un mes de licencia, o al menos un par de semanas…”

“Si nos dejan volver, señor Teniente…”

“No tenemos escolta asignada… deberá ser un paseo, solamente tenemos que jugarla bien…”

Devolvió el largavista con cuidado y volvió a agradecer; qué extraño que un oficial lo hubiera puesto al tanto de las estrategias militares, generalmente era el radioescucha quien trataba de imaginar los eventos futuros y la fantasía de los marineros estaba limitada a hacer hipótesis sobre enemigos y convoyes.

Una sola acción y después a casa… un período de reposo, con la mujer y el hijo, un paréntesis de serenidad después de sólo un mes de misión, ¡qué fortuna inesperada!

Era mejor que no hablase de esto… el Subteniente había indicado todavía dos meses de misión, quizá el Teniente había hablado demasiado, mejor no incomodarlo contando su conversación.

Casi confirmando su pensamiento encontró la mirada del Teniente mientras bajaba; era una mirada preocupada… sin decir nada, apenas acabó de descender, se llevó el dedo índice a los labios como por caso, pero el gesto fue comprendido, y recibió en respuesta del oficial una cálida sonrisa que lo confortó… se habían entendido al vuelo.

Estaban en acecho, en el periscopio, desde hacía seis horas… la tensión era alta, pero todo estaba preparado; ahora sólo restaba esperar.

Las ordenes eran transmitidas por altoparlante y toda la tripulación podía seguir la acción, pero nadie veía nada, instrumentos y cuadrantes. La realidad estaba hecha por números, sólo el ojo del Comandante pegado al periscopio sabía qué sucedía afuera.

“Abrir las puertas de torpedos”.

“Puertas uno y dos abiertas”.

“Dos grados a la derecha, inundar los tubos uno y dos.”

Giró el volante y gritó: “Tubos uno y dos inundados y preparados.”

“Dispuestos, ¡nivelar!”

Ruido silbante de aire comprimido y borboteos… un ligero vértigo que indicaba un desplazamiento.

“Nivelado.”

“Relevamiento, distancia 2.600, ruta 50 grados al norte.”

Su vecino se acercó y le susurró al oído con voz de experto: “Lo tenemos en ruta de flanco casi perfecta, si no erramos el cálculo de la velocidad no podemos fallar.”

“Relevamiento de velocidad.”

“Velocidad 18 nudos.”

“Dos grados a la derecha.”

“Dos grados a la derecha, orientación 143 grados al norte.”

“¡Fuera uno” Recargar inmediatamente!”

“Uno fuera”, repitió en alta voz bajando la llave de lanzamiento. Un ruido borboteante confirmó el lanzamiento y se encendió la luz del tubo vacío.

“¡Cargar el tubo uno!”, gritó abriendo la compuerta goteante.

Dos compañeros trajeron el árgano que sostenía el torpedo y lo introdujeron en el tubo desenganchando los arneses y empujando con fuerza.

Cerró la puerta e inundó el tubo; cuando se encendió la luz verde indicando la carga correcta, gritó “¡Tubo uno listo!”

“Buen trabajo muchachos, menos de dos minutos para recargar… ni siquiera los come salchichas con sus U-Boat lo hacen en tan poco tiempo…”

Del altoparlante llegó un grito exultante y la voz del Comandante que decía: “Lo agarramos justo… ¡torpedo perfecto! Explotó… era carga de municiones”.

La algarabía se extendió inmediatamente.

¿Cuántos marineros como ellos habían muerto en aquel momento? ¿Cuántas mujeres como las suyas esperarían en vano en un muelle una nave que nunca llegaría? ¿Cuántos huérfanos habrían quedado?

La guerra en el mar es extraña; no hay odio, no hay adrenalina corriendo por las venas, no se ve el enemigo como el infante en las trincheras, no se combate hombre contra hombre por la vida, no existen duelos caballerescos en el cielo azul como sí los hay para los pilotos, vuelo mortal de gaviotas de acero, sino cañones y torpedos, y kilómetros de mar entre el enemigo y uno.

Basta un gesto, una acción y es sentencia de muerte para centenares de marineros como tú, hermanos de las aguas, sin rostro, pero de los cuales conoces la vida en detalle porque es tu misma vida. 

Y después la frase que todo tripulante de un submarino teme.

“Escolta, nave de escolta a proa, dos cazatorpederos sobre nosotros… ¡abajo el periscopio, inmersión a treinta metros, ruta silenciosa, cerrar las compuertas!”

Mientras el piso se inclinaba bruscamente hacia delante tomó un montón de trapos y los tiró sobre objetos metálicos desparramados por el piso para evitar ruidos.

Después se envolvió con trapos los zapatos… cada ruido podía traicionarlo y hacerlos individualizar.

Sosteniendo el aliento inició la espera, eterna, en un silencio irreal hecho de ligeros susurros metálicos mientras el submarino descendía a las profundidades.

Un ligero batir creciente llegó de la profanidad del mar… hélice acercándose.

Intentó respirar todavía más pausadamente, con la mirada perdida en lo alto, en el techo cubierto de tubos, hacia las lámparas rojas de emergencia, amenazantes, como para ver a través del casco y del agua al enemigo que se acercaba.

Y después el “ping” agudo del sonar… eran naves entrenadas para la búsqueda de submarinos, no tenían salvación.

El “ping” del sonar era cada vez más frecuente, cada vez más cercano y fuerte… pronto llegarían las bombas de profundidad y el fin de todo.

“No quiero morir, no así, encerrado en esta barra de acero sin poder hacer más nada que esperar.”

“¿Qué cosa darías por la vida?”

Giró la cabeza, pero el marinero que estaba a su lado tenía los ojos fijos en el techo y la mirada perdida. No podía haber sido él quien había hablado.

“¿Hacemos un acuerdo?”, repitió la voz.

“¿Quién eres? ¿Dónde estás?”, dijo, y sus compañeros lo miraron, haciéndole el signo de silencio en los labios.
Repitió la pregunta mentalmente, y la respuesta llegó a su cabeza.

“Puedo hacer un acuerdo contigo… llevarte a casa con Fortunata y Alfonso, si tu lo deseas…”

“Si te siento y no te veo, o estoy loco o eres un espíritu.”

“Digamos lo segundo que has dicho…”

“¿Qué garantías tengo…?”

“Hasta ahora siempre he cumplido mis promesas…”

“Yo soy un marinero y de promesas y su cumplimiento no entiendo…”

“Las mías son un verdadero contrato, yo te doy una cosa y tú me das una a mí, pero debes apurarte, porque allá arriba están listos y no puedo pararlos.”

“¿Nos matarán?”

“Esto no te llega si aceptas mis condiciones.”

“Si eres quien yo pienso, no las quiero ni sentir, creo…”

“¿Crees qué cosa? ¿En quién? ¿Que te salvarás? ¿Que Dios te está mirando y extendiendo su mano hacia ti? Como a aquellos pobres que recién hicieron saltar por el aire… así te salvará…”

“Yo no soy más importante que mis otros compañeros… ¿por qué te diriges a mí?”

“¿Y por qué crees tener la exclusividad…? fíjate en aquel que mira fijo el techo, ¿no crees que esté hablando también con él? ¿Cuántos piensas que aceptaron ya el pacto?”

“No me interesa… aunque todos lo hubieran aceptado, yo soy libre de elegir, y elijo no hacer ningún acuerdo contigo.”

“Y dejar a Fortunata la pensión de guerra como recuerdo y un hijo creciendo… ¡bella demostración de amor!”

“No volveré dañado… mejor no volveré…”

“Muy probable, no te queda mucho tiempo para decidir, estoy cerrando las ofertas querido mío, si no aceptas, quedas fuera… una lástima… un estúpido menos en la Tierra y una viuda y un huérfano más…”

“No… no te quiero escuchar…”

Se puso las manos en las orejas e instintivamente tomó la medallita de oro y esmalte azul de la Virgen que llevaba colgada al cuello… la miró con una dulce mirada y la besó con devoción.

La había recibido como regalo de un tío sacerdote en su nacimiento, y desde entonces siempre había estado en su cuello.

Tantas veces en el mar, durante las tempestades, en los momentos de desesperación, había sentido el contacto con aquel disco de metal contra su corazón, el calor que irradiaba, la calma que le transmitía, y el pensamiento entonces corría hacia la Señora del Mundo, Madre de Dios, una oración surgía de sus labios y siempre era escuchada.

Cuando nació su hijo se la había pasado como amuleto, pero antes de embarcarse su tío, ahora obispo, le había dado una sorpresa.

Había llegado en un auto con matrícula de la Ciudad de Vaticano al muelle donde estaba atracado el submarino en espera para zarpar, y había obtenido del Comandante el permiso para descender unos minutos para un saludo y bendición.

Lo había abrazado con afecto antes de que él le besara el anillo, y después le había entregado una cajita de cartón azul con el escudo pontificio.

“Es tu medallita… tu hijo está seguro y la Virgen y Fortunata velarán por él, tú en cambio tienes necesidad de protección y ayuda para volver con ellos… la llevé a Roma y la hice bendecir por el Papa, quien la ungió con el Óleo Santo. Confía en Dios, con la intercesión de María, y serás siempre salvo. Ve querido mío, y vuelve… porque volverás… ¡ninguno puede perderse con la guía de la Virgen!”

Habían zarpado pocos minutos después, formados en el puente con uniforme de parada, la última cosa que había visto era una mancha púrpura sobre el muelle que bendecía el submarino con amplios gestos.

La medallita era nuevamente su compañera inseparable, su confidente, su consejera.

Cada vez que ponía un torpedo en el tubo, después de haber cerrado la puerta, ponía su mano en el corazón y recitaba una breve oración, siempre la misma.

“Cumplo con mi deber Señora… pero perdóname por el mal que haré… haz que el torpedo hunda la nave pero que no mate a ninguno, que mi mano no se manche de sangre inocente… y si no puedes salvar a los hombres, salva sus almas, enjuga sus lágrimas, consuela las viudas y los huérfanos y haz que esta locura termine y volvamos todos a nuestras casas sanos y salvos… amén.”

Siempre, cada vez que la miraba, le parecía que las ingenuas líneas de la Virgen grabadas en la medallita se confundían con las de Fortunata, y que el Niño Jesús que llevaba en brazos se parecía cada vez más a Alfonso, su bebé. 

Se auguraba de poderlo ver crecer en un mundo sin guerras ni enemigos, de poder contarle sus terribles experiencias, el horror de una guerra en la cual había visto morir a tantos padres como él morir, arrastrados al fondo del mar en naves que se hundían, ahogados, muertos por los torpedos que él había lanzado.

Recuerdos terribles que no habría olvidado jamás. Espera que al menos esto hubiese servido para que una nueva generación entendiera la guerra tal como era; no un modo para construir un mundo mejor, sino el modo para destruir el mundo conocido.

Besó con fuerza la medallita y renovó el juramento.

“Volveré a casa si Dios quiere, o moriré si Él así lo decide… pero no salvaré mi vida contra su voluntad… fuera de mí, Satanás, conmigo no.”

“¿Renuncias a volver a ver a tu mujer y a tu hijo? Eres más estúpido de lo que pensaba…”

“Tú no puedes decidir mi destino… sólo puedes hacerme creer que lo puedo hacer, y dañarme para toda la eternidad… el estúpido eres tú si piensas que creeré en tus palabras…”

“Está bien, que sea como tú quieras… adiós estúpido mortal, nos volveremos a ver pronto…”

El ruido de un seco golpe metálico llegó a través de las paredes de acero, e inmediatamente una explosión terrible lo tiró contra el torpedo haciéndole perder los sentidos mientras una columna de agua negra y espumosa lo envolvía, le llenaba la boca e inundaba sus pulmones haciéndole exhalar una columna de burbujas… después la negra nada lo envolvió…

“Hey man, you’re a fucked bastard...”

“Qué extraño –pensó- el Diablo habla inglés”

Sentía un ardor terrible en los pulmones y en los ojos… en sus oídos parecían correr miles de trenes y una galaxia de estrellas multicolores daba vueltas en sus ojos.

Si se sentía así de mal, entonces no estaba muerto…

“¿Dónde estoy, quiénes son?”, murmuró.

“Hey, he’s an italian sailor… ¿cuál era nombre de tu U-boat?

“Barbarigo… era el submarino Barbarigo…”

“Barbarigo… is the name of your wife? ¿tu esposa?”

“No, mi esposa se llama Fortunata”

“Fortunata… no, you’re a lucky bastard… tu fortunato! Sí, tú muy afortunado, guerra terminada para ti… vuelves vivo a casa…”

Alguien le acercó un cigarrillo encendido a los labios. Él, que nunca había fumado, aspiró una bocanada, tosió y abrió los ojos.

Vio, entre las miles de chispas que danzaban a su alrededor, un rostro inclinado sobre el suyo, un rostro tostado por el sol y con las arrugas propias del hombre de mar grabadas en torno de los ojos y en la frente, ojos de un azul profundo, amigables y amenazantes.

“Yes, your’re lucky, you’re the only survived, you jump up the sea like a fucked plug, and you may rest alone in the sea if we don’t see a blue light among the wa-wes… luz azul… ¿entiendes? Maybe is the thing that have reflect light… esto hecho espejo… ¿entiendes?”

Y diciendo estas palabras el marinero tomó entre sus dedos callosos una medallita esmaltada de azul con un hilo de cuero y se la entregó con una sonrisa…

 

Nota del autor: Después de haber escrito este cuento realicé una investigación histórica, cuyo resultado ha sido que el submarino italiano RSMG “Barbarigo”, en octubre de 1942 estaba efectivamente en la zona de las islas de Cabo Verde en espera de un convoy inglés. Su única misión fuera de la zona “A”, donde estaba apostado en el Atlántico septentrional. Equivoqué la fecha, pero debo pensar que con el armisticio cada acción bélica de la Marina debía cesar.
En realidad el “Barbarigo” terminó transformado, sin demasiada gloria, en submarino de transporte y desapareció en junio de 1943 durante un viaje hacia Japón con 130 toneladas de material bélico a bordo y tres marineros. Su lema era: “No es digno de vivir quien teme a la muerte”.

 Sandro Degiani


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