Jamaica

un cuento de Enrique Salvador Moscato


Santa Fe, octubre de 2004

Todos pensaban lo mismo por las tardes, a eso de las siete, cuando volvían en el colectivo rumbo a sus respectivas casas, pero nadie lo sabía. Cada uno de ellos atribuía a muy distintas razones la aparición de esas imágenes en sus mentes y en sus corazones, siempre, dentro del ómnibus repleto. Algunos creían que el alma se les estaba secando de tanta lluvia, de tanto viento del norte soplando cada mediodía como un fuego sofocante, de tanto polvo flotando en el ambiente, polvo de tierras antiguas, desintegradas, perdidas, y se explicaban el fenómeno como un proceso natural, de índole casi climático.

Otros, en cambio, pensaban que el cansancio del trabajo los abrumaba demasiado, y que debían tomar una determinación para no perder la cordura, la compostura necesaria para seguir moviéndose entre las gentes que constituían su medio ambiente y su medio de vida (dando a la palabra vida un sentido estricto de supervivencia biológica), gentes a las que debían respetar y servir como a nadie; sabían, íntima pero fehacientemente, que cualquier anormalidad en sus aspectos, sus palabras, sus pensamientos y sus acciones, cualquier detalle que los comenzara a hacer diferentes, provocaría en ellos el inmediato rechazo y el consiguiente apartamiento. Claro que para permanecer con ellos debían seguir trabajando, y eso era, según pensaban, lo que provocaba esta situación. Un círculo del que no sabían cómo salir: preferían, entonces, aguantar y fortalecer sus mentes con algún video o saliendo a distraerse, preferentemente los sábados a la noche. Después de todo, además, esa perseverancia y aguante los transformaría en seres cada vez más fuertes, más íntegros, más capaces, más inteligentes, más trabajadores y más comprensivos: formarían, al fin, y gracias a su capacidad y voluntad, parte de ellos.

Otros, más perdidos en los estrechos espacios del aire que dejaba libre el colectivo, se dejaban asaltar por esas extrañas imágenes, acostumbrados a lo inesperado, a lo incomprensible de sus días, de sus meses, de sus años, y a lo inexorable de las circunstancias externas. Pertenecían al grupo de aquellos que no pueden cambiar nada y ya ni lo intentan, de manera que estos pensamientos y sensaciones constituían para ellos un detalle más de la vida inevitable. Sin embargo, pensaban que algo raro había. Que no era posible que ocurriese así, todas las tardes, exactamente, matemáticamente, como si estuviese planeado. Además, los más perspicaces descubrían en las miradas ajenas el extraño brillo que, sabían, tenían las suyas propias cuando estaban allí, en ese lugar extraño, lleno de arenas y mar y sol y algunas palmeras, como en las películas.

(“…A partir de 1670, cuando se consolidó el dominio británico de Jamaica, ésta se convirtió en uno de los mercados de esclavos africanos más importantes de la época; además de proporcionar mano de obra para la economía local, este mercado servía como base para el contrabando de esclavos negros a las vecinas provincias españolas…”)

Brillo igual tenían las alumnas del colegio de Sor María Clara, uno de los más elegantes de la ciudad, donde concurrían las hijas de las familias más influyentes o más representativas del grupo adinerado. También solían ir en el colectivo, compartiendo esos momentos con esas otras personas que constituían, según les enseñaban desde pequeñas, los semejantes, aquellos que son iguales a ellas ante los ojos de Dios, ojos que, por cierto, ellas imaginaban muy lejanos. Abordaban el ómnibus cuando sus padres no podían irlas a buscar en sus vehículos elegantes, o sus madres se quedaban con el segundo coche, ése que usaba para hacer las compras o viajes cortos. Creían, casi por unanimidad (a pesar de que nunca habían hablado del tema) que esto obedecía a los planes del viaje de estudio de quinto año, que ya comenzaban a preparar desde tercero, haciendo colectas, rifas y las cosas de rigor. Pero igual sentían algo extraño, algo que no terminaba de cuajar en sus sentimientos cuando se acostaban, por las noches, en sus camas, rodeadas casi siempre de láminas de cantantes norteamericanos o fotos de Disneyword, afiches de marcas de ropa o calcomanías de gaseosas internacionales. Entonces, un extraño escozor les subía desde el estómago hasta la boca, y comenzaban a sentirse identificadas con aquellas otras miradas, aquellas otras que sólo diez o quince minutos se habían cruzado con las suyas a bordo del colectivo.

Trataban de remediar la situación comprándose algo de ropa los sábados a la mañana, saliendo a ver vidrieras o visitando algún shopping, en el que terminaban comiendo una hamburguesa con cebolla y ketchump, pensando que otras iguales, con el mismo sabor y la misma marca, estaba comiendo alguna modelo famosa en un burguer de París, Nueva York o Tokio.

(“…Entre los cultivos se destacan la caña, que además del azúcar produce el ron, las bananas, el pimiento de Jamaica, el tabaco, café, palmeras cocoteras y cultivos de subsistencia…”)

Las mucamas, los empleados de comercio, los albañiles y los jubilados e inválidos (que se sentaban en los primeros asientos) también se sentían extraños, incómodos en ese instante irrepetible en el que aparecía, vívidamente, ese paisaje de mares verdes, cielos azules sin nubes a la vista, palmeras enormes que se mecían por el viento leve, aviones llegando repletos de turistas vestidos con ropas multicolores a improvisados aeropuertos, y nativos tocando ritmos tropicales todo el día, en las playas, riendo y tomando ron, cerveza, champagne, y los señores mirándolos desde la ventana de algún hotel pagado con una tarjeta de crédito internacional, una ventana cuyas cortinas rústicas de lino crudo se mecen con el viento, como las hojas de las palmeras, y el balcón tiene una mesa servida con jugos de frutas rarísimas, de ésas que acá no se consiguen, pero que alguna patrona exótica se le ocurre pedir en la frutería del supermercado, ésa que vende todo envasado e importado.

(“...La población negra constituye el 70% del total, y los mestizos el 15%. El resto comprende minorías de europeos y asiáticos. La densidad media se acerca a los 200 h/km2, y la cuarta parte de los habitantes vive en la capital…”)

Y es incomprensible, nomás, piensa también, a veces, el mismo chofer, mientras por el espejo descubre, en la media tarde, que sus pasajeros están desorientados, no saben dónde ir, no saben si están allá o acá, en esa isla que ninguno conoce, esa isla a la que no irán nunca, esa isla en la que ahora él también se encuentra manejando un hidroavión a punto de aterrizar en alguna laguna interna, como el de la propaganda de cigarrillos, pero no aterriza, sino que va doblando por la avenida, y una señora le hace seña, y él para, y la señora pone el cospel en la ranura, y sale el boleto, y tocan el timbre, y pone su mano izquierda sobre la palanca de la puerta de atrás, y se bajan un señor con un bolsito, dos chicas con libros, un joven de pantalones cortos y una señora con un bolso de compras. Y él cambia la marcha, arranca, toca bocina al colectivo de adelante, para en la plaza, dobla, toma la avenida y, con los pasajeros que le quedan, sigue el recorrido.

 Enrique Salvador Moscato


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