La Cifra

de Enrique Salvador Moscato


Santa Fe, 2007

I

No me gustan las cifras. Les temo a su contenido misterioso, a sus mensajes incomprensibles pero fatalmente ciertos. Evito desde siempre leer los números de los boletos en los viajes, el de los turnos en los negocios, el de los cheques, cuentas y recibos. Si lo hago, inevitablemente medito sobre ellos y algo de su arcano se cuela en mi realidad por el resto del día: el enigma se devela de a poco, con el transcurso de las horas, de los pequeños hechos que se suceden inevitables, y se confirma entonces la sentencia dictada por el número inmutable.

Por eso cuando recibí aquel sobre con su extraño contenido no supe cómo reaccionar, y lo aparté de mi vista un instante, procurando recomponerme. Como no lo logré, volví a mirar el pequeño papel con los ocho números escritos a mano con trazos elegantes, antiguos, ordenados, casi entrañables, como no veía desde mi infancia, dibujados quizá con el tiralíneas que se utilizaba para el dibujo técnico o caligrafía. Sin remitente, con mi nombre impreso en una oblea, el sobre no develaba nada. “Es un anónimo”, pensé, “o una cadena de ésas que hay que seguir pasando”, “o un error, una equivocación, “o una estupidez”, o “una publicidad de algo que está por salir”, mientras miraba los números y me temblaban las manos. Como era de mañana y estaba por salir, puse el papel en uno de los bolsillos y cargué con él durante todo el día.

 

II

Por la tarde volví a casa con la firme decisión de deshacerme del papel. Durante horas lo había sentido como una carga, como un peligro latente en mi bolsillo. En varios lugares –el baño del bar Diagonal, el colectivo, el buffet del Banco- lo había mirado y estudiado, entrando en un extraño éxtasis que no quería volver a repetir. Eso haría: abriría la puerta, encendería la luz, me quitaría el abrigo, como de costumbre me aflojaría el cinturón y desprendería el primer botón del pantalón, me sacaría el reloj y el anillo, que dejaría sobre la mesa ratona en donde está el teléfono, que consultaría para escuchar posibles mensajes en el contestador, y luego sí, metería la mano en el bolsillo, sacaría el papel y lo rompería en mil pedazos, lo más chicos posible, para no correr el riesgo de la tentación de volver a armarlo, y lo tiraría en el cesto de la basura, o mejor en el inodoro, para que se perdiera para siempre y no molestara más.

Al punto que encendí la luz y dejé las llaves colgadas al lado de la puerta, evité todos los otros rituales y tomé decididamente el papel. Lo abrí –estaba doblado en cuatro- y lo miré por última vez. “129933324”, leí, y con un coraje inesperado lo destrocé. Los pequeños trozos fueron a parar al calefactor, que encendí al punto, y produjeron una pequeña humareda inesperada. Después sí, como vuelto a la normalidad, hice todo lo que habitualmente hago, tomé un largo baño caliente y cené con la tranquilidad del deber cumplido.

 

III

Aquella noche tuve, sin embargo, extraños sueños. Corría por un claustro con arcos, ventanas y puertas de medio punto, cuyo pavimento era de adoquín y sus paredes de ladrillo, y que me resultaba particularmente familiar. El claustro se diversificaba cada tanto, se abría en dos o tres similares, entonces yo sentía la duda de cuál tomar, y vacilaba un instante, y tomaba por uno idéntico, que luego se diversificaba nuevamente, se abría en dos o tres, y así sucesivamente hasta el hartazgo. En cada recodo, en cada curva, podía ver el número sobre el arco final: un uno, un dos, un nueve, un tres, un dos nuevamente, quizás un cuatro. Despertaba entonces con la sensación de haber sufrido una terrible pesadilla, tomaba un vaso de agua y volvía a dormirme. Pero al cabo de unos minutos me encontraba corriendo nuevamente y, lo que era peor, buscando con afán los números que, para mi desazón, habían desaparecido.

Pasé así toda la noche, y apenas dio la seis el reloj de la Catedral – que escuché perfectamente- me levanté y duché con agua casi helada. Al encender nuevamente el calefactor vi las pequeñas cenizas del papel del día anterior. Recordé sus números y mis números, los arcos y el claustro. Intenté recordarlos exactamente. Un ligero temblor me recorrió todo el cuerpo: los había soñado, allí estaban sus cenizas, estaban más presentes que nunca, me envolvían por completo pero, sencillamente, los había olvidado.

 

IV

Durante todo el día intenté descubrir los mensajes que, según daba por sentado, los números me transmitirían para que los recordase exactamente. Boletos, recibos, facturas, tickets, talles, números de artículo, butacas de teatro, mesas de café. Todo minuciosamente registrado en mi memoria y anotado prolijamente en la parte final de mi agenda. En los momentos libres pensaba en las cuentas y combinaciones, infinitas, que podría realizar con el material extraído, y cómo debería organizarme para poder realizarlas. En primer lugar, eliminaría casi por completo la televisión, sólo algún informativo de tanto en tanto. Restringiría los llamados telefónicos a lo estrictamente necesario, las salidas a lo indispensable y mis pensamientos a lo más elemental. El resto sería para descubrir la cifra, que estaba oculta allí, esperándome.

Con estos pensamientos volví nuevamente a casa, fatigado, con sueño, pero con una incipiente luz interior, una inesperada esperanza.

 

V

Pedí licencia. Con el transcurso de los días me di cuenta de que era imposible descubrir la cifra y trabajar al mismo tiempo. No lo entendieron, entonces la solicité sin goce de sueldo. Comenzó entonces una etapa gris, de absoluto desasosiego, una pendiente que parecía interminable y que me abajaba más y más, hundiéndome en un mar oscuro y cenagoso, espeso y opresivo. Consumía mis reservas inevitablemente, perdía progresivamente todo aquello que alguna vez me distinguiera, descuidaba mi aspecto, mi salud, mis amigos, mi vida entera, y la cifra no aparecía.

Gasté mis últimos ahorros en los más sofisticados sistemas de cálculo, realizaba durante noches enteras las más inverosímiles combinaciones matemáticas, pero la cifra no estaba. No eran ésos los números del papel ni los del claustro –al que había procurado volver por todos los medios posibles, pero no es fácil volver a un sueño- a pesar de que eran miles, millones de números por todos lados, escritos en las paredes, pegados en la puerta de la heladera, en el espejo del baño, en el respaldar de la cama, en la suela de los zapatos, en las macetas de las plantas. Creí que era el fin. Y lo hubiera sido, de no mediar aquella otra carta.

 

VI

El sobre era idéntico. La misma oblea con mi nombre y dirección, la misma falta de remitente. Me sobresalté al verlo asomar por debajo de la puerta, sentí que mi corazón latía con fuerzas nuevamente y salía del mediocre sopor en que había estado sumergido durante meses. Entre los números grabados con un lápiz de labios olvidado por quién sabe quién en el espejo, pude ver mi imagen, mi increíble deterioro, lo rasgado de mi vida y de mi ropa, de mi alma y de mi aspecto. Con el sobre en la mano temblaba ante mí mismo como si hubiera estado ausente largo tiempo y volviera a encontrarme. Temí abrirlo. Esa renovada vitalidad, ese repentino despertar, eran demasiado valiosos como para echarlos a la basura abriendo un sobre nuevamente. Pero era fatal: aunque no lo quisiera, iba a hacerlo, y lo sabía. Algo de fatal hay en cada uno de nosotros, y aunque buscamos distracciones de todo tipo, sabemos que en algún momento esa fatalidad se nos hará presente y sucumbiremos ante ella.

Decididamente rasgué el costado izquierdo del sobre y busqué su contenido. El papel era más grande que el anterior. “Aquí está la cifra, volvió”, pensé, triunfante, casi justificando en ese ínfimo instante toda mi caída. Abrí con ansias el papel doblado en cuatro y leí, en letras de molde:

“¿Pensó qué significaba este número? Muy bien, le informamos que usted es una de las trescientas cuarenta y dos personas seleccionadas en nuestra ciudad para participar del sorteo inauguración de la sucursal número 50 de Kid’s Burguer, el sábado, a las 20 horas. Si usted llega con su familia y este bono, podría disfrutar de las Súper Maxi Burguers con tres quesos, dos gaseosas a elección y fichas de video en forma libre para los más chicos. Con su número, el 129933324, usted participará, junto con trescientas cuarenta y un personas, del sorteo de un 0 km y del excepcional show inauguración para las autoridades y los medios.

Kid’s Burguer Internacional Co. se complace en llegar a su ciudad, y usted es uno de nuestros primeros homenajeados. ¡Felicitaciones! Lo esperamos. John Parker I., Gerente Comercial Area Sur Kid’s Burgher Internacional Co.”.

 

VII

Todo cambió aquel día, todo se derrumbó de repente, en un instante aquello que me había desvelado durante años, los sueños, las paredes de ladrillos, los arcos de medio punto, los adoquines, las cifras, los boletos, los bancos, las entradas numeradas, el cine, el bar, los recuerdos, la noche, los amaneceres en el ómnibus, el trabajo, la licencia, el colegio, la facultad, todo apareció ridículo y antiguo, viejo y polvoriento. Me vestí con lo mejor que me quedaba y respondí a la invitación. Doblé en cuatro el papel y salí decidido. No gané el auto ni comí las hamburguesas, estuve sólo un rato. Después comencé lentamente a recoger los pedazos de mi vida y a intentar volver a armarla lo mejor posible. En esa tarea me acompañaron el silencio y la vergüenza; meses evitándome para no ponerme colorado ante mi sola presencia.

Poco a poco lo fui logrando, algo había quedado de mí y lo trabajé despacio, lo cuidé como a una planta y comenzó a brotar y empecé la vida nuevamente.

Y sigo evitando las cifras. Aunque a la mía la lleve siempre en el bolsillo.

 

Enrique Salvador Moscato

 

Enrique Salvador Moscato, 18 años


Caminos

 

Córdoba, 2006

Como líneas de sol, atraviesan los caminos el propio silencio de andar. Bajo la campana sofocante del verano van inmóviles con rapidez cósmica e invisible. Uno los mira desde la ausencia, el regreso o la distancia inevitable, y están allí, cobijando mudos nuestra constante partida.

Los hay de piedra, angostos y eternos en la montaña; cada vez más silencio para quien los sube, cada vez más el ruido del aire callado y el ritmo del universo interior y sus latidos. Y los bloques de roca a los costados, y el mundo herido bajo nuestros pies.

Los hay de selva, rojos como cierta parte de la noche que no se ve sino en sueños, rodeados de los que fueran grandes árboles alguna vez, cuando las miradas se perdían en las copas altísimas y pensaban que el cielo comenzaba en ese punto y que más allá no había nada sino el abismo, y entonces volvían los ojos negros hacia abajo y bendecían la huella como a la primera estrella que les servía de guía. Y no había picadas ni machetes ni savia derramada fuera de la tierra, sino ese angosto hilo sombreado por el que, pasantes, se encontraban los hombres y las fieras.

Los hubo sin embargo hechos a fuego, a golpes de hacha de piedra modelada por siglos, a fuer de hollar la sandalia destruida cada pedazo de tierra virgen, y aquellos del sur, desiertos y vacíos, helados como cierta parte de la memoria que sólo se ve cuando amanece uno antes que el sol, y ya no quedan regiones sin explorar ni caminos de ayer que desandar con esperanza.

Y el del que vuelve, más corto casi siempre, mientras parece mentira que se estuvo lejos, y se sabe que lejos es sólo esa región más allá del país de alrededor adonde van germinando de a poco, sin cuidados ni reparos, las semillas, las palabras, los rostros y las manos.

Mirando el cielo se los cruza, a veces, por las noches. Y un montón de estrellas en desordenada armonía nos recuerda que vamos más allá otra vez, una vez más por cruzar ese horizonte que nunca se cruza, por asistir insomnes al espectáculo del sol. Y uno se deja transportar, como si nunca hubiera estado tan quieto.

Vivos como la fuerza de quien alguna vez los hizo, tienen algo que acuna y tranquiliza. Pareciera que se mueven y se cruzan y siguen, siempre. Invitan a sumarse a ese movimiento y dejarse llevar, lejos de uno mismo, con una cierta vaga ilusión de libertad.

 Enrique Salvador Moscato


Retrocede