Shekinah, un cuento de Navidad

de William Riker


11 de noviembre de 2007

La Navidad 2007 está próxima. Por esto he reelaborado para ustedes algunos apuntes que había preparado hace algunos años para escribir una historia complicada, en la cual se parte de la base de que la supuesta fuga a Egipto no duró pocos meses, y no constituyó sólo un viaje a Egipto, más precisamente a Gaza, como han sostenido algunos exegetas, sino que fue una verdadera odisea a través del mundo antiguo, que duró desde la matanza de los inocentes, en el 6 a.C., no sólo hasta la muerte de Herodes el Grande en el 4 a.C. sino hasta la deposición de su hijo Arquelao en el 6 d.C., a costo de terminar en desacuerdo con el segundo capítulo del evangelio de Mateo. En el curso de estos doce años, la Sagrada Familia se la habría visto de todos los colores, y no es sólo una forma de decir.

 

Mientras está atravesando la vía de las caravanas para llegar al delta del Nilo, junto con algunos familiares emigrados, en mi fantasía san José es capturado con mujer e hijo por algunos salteadores, que lo venden como esclavo en el mercado de Alejandría, en Egipto. El adquiriente es Sexto Cornelio Lictor, un rico intelectual romano, quien piensa utilizar a José como carpintero en la casa que se está haciendo construir en las Galias, y a María como doméstica; en cuanto al pequeño, cuando crezca ya le encontrará utilidad. La Sagrada Familia es así embarcada en una nave que zarpa hacia el puerto de Massilia (hoy Marsella); a la altura de Creta, no obstante, la nave es presa de una tempestad desencadenada por el mismo demonio. Se hubiera estrellado en las rocas si María no hubiese arrojado a las aguas la faja del Niño Jesús, lo que inmediatamente hace calmar la tormenta. El patricio queda muy impresionado por el hecho, desencadena a los dos santos padres y comienza a tratarlos como huéspedes, no como esclavos, aunque no cree el relato del nacimiento divino del pequeño. La nave llega a Massilia y todos siguen viaje hacia Nemausius (hoy Nimes) donde se edifica la villa de Sexto, donde, apenas llegados los viajeros, un siervo anuncia que el hijito del romano está por morir. Obviamente todos se desesperan, pero María sugiere darle de beber al pequeño un poco de la leche con la que ella amamanta al propio Hijo. Inmediatamente el enfermo recupera la fuerza. Sexto, entonces, comienza a dudar de que el relato de la madre, referente a su concepción virginal, no fuera sólo un simple cuento. Agradecido, restituye la libertad a los tres judíos, y les ofrece permanecer con él, pero José se niega; prefiere emprender inmediatamente el viaje de vuelta, sintiendo dentro suyo que es en Palestina donde deberá cumplirse el destino del pequeño Jesús. Cuando se separaron, Sexto no imaginaba que su hijo, curado por la leche milagrosa, ¡sería un día el centurión Cornelio, convertido por san pedro junto con todos sus familiares!

Realmente el camino de regreso es largo y lleno de peligros. Algunos galos rebeldes a la autoridad de Roma interceptan a la Sagrada Familia y le preguntan a María qué cosa contiene el envoltorio que lleva en su regazo, ella responde: “Mi sol”, y, cuando pretenden que se lo muestre, despide rayos tan luminosos que huyen en retirada, aterrorizados. Ya en Massilia, los santos padres descubren que el puerto ha caído bajo la peste, y que por tanto ninguna nave puede zarpar desde allí; éste es otra evidente traba puesta por Satanás, que trata de obstaculizar los pasos hacia la Redención. San José no obstante, no se da por vencido, y decide marchar a pie hacia el sudeste, con la intención de embarcarse en Brindisi hacia el oriente. 

En su largo viaje, la Sagrada Familia pasa por Roma el mismo día en que el Senado decide erigir un templo al emperador Augusto en el Campidoglio. El emperador tiene en sueños la visión de un niño en pañales, y entonces pregunta a la sibila Tiburtina si es o no una buena idea construir un templo. “Aquí habrá un templo”, responde ella, “pero no será para ti, sino para el Hijo del Dios del Cielo que ahora está en Roma”. Augusto cree que el Dios del Cielo es Urano y que su hijo, Saturno, se encuentra ahora bajo apariencia mortal en la Urbe (Saturno, expulsado del Olimpo por su hijo Júpiter, se había refugiado en el Lazio, donde había reinado en su edad del oro), así que hace buscar un hombre anciano. En una posada, donde José se ha detenido, unos borrachos ofenden a María con palabras obscenas, y José la defiende, y la hubiera pasado peor si el Niño Jesús no hubiera alzado la mano y dejado ciegos al instante a los ofensores, quienes recuperaron la vista posteriormente, por ruego de la Virgen. La cosa llega a oídos de Augusto que, sabiendo que el hombre en cuestión es un judío, manifiesta, escéptico: “¿Qué puede venir de bueno de aquella tierra olvidada por los númenes? ¡Saturno no puede haberse reencarnado sino en un romano!”. Así, su búsqueda no tiene éxito y pierde la ocasión de conocer al Niño Jesús, que es trasladado rápidamente por sus padres. En el Campodoglio, en el lugar indicado por la sibila, se encuentra ahora la basílica Ara Coeli.

Ya en Pompeya, María ve al pequeño Jesús llorar como no lo había hecho hasta entonces: llora la ciudad que será arrasada por el Vesubio el 26 de agosto del 79 d.C. Las lágrimas de Jesús fertilizan el suelo de las colinas, y es de ese mismo suelo que crecerán las vides que darán origen a un vino famosísimo, llamado justamente Lacrima Christi.

En Brindisi José se involucra en un incidente causado por un soldado romano que combatió por años en oriente y ha sido herido en batalla por los partos, a los cuales, en su ignorancia, no distingue de los judíos y de los orientales en general: habiéndolo reconocido como hebreo, lo ataca con la daga y lo hubiera matado de no ser que el Niño Dios, con un brazo en alto, le confunde la mente y él se abalanza contra una patrulla de otros soldados, confundiéndolos con hebreos. José es acusado de brujería, ya que la gente del puerto es supersticiosa y cree que fue él quien obnubiló la mente del veterano, y, como hebreo, es mirado con recelo. Entonces es sometido a una prueba: debe agarrar con la mano carbones encendidos del brasero del templo de Vesta. Basta que la Virgen María bese la mano de su esposo antes de la prueba, para que José pueda sacar tranquilamente no uno, sino siete carbones encendidos.

Poco después un pequeño terremoto hace temblar a Brindisi, y la estatua de Vesta tambalea, inclinándose delante de la Sagrada Familia. Atemorizada, la población ruega a José que se vaya de la ciudad lo más rápido posible, pero los soldados allí presentes, que creen que José es un gran mago oriental capaz de imponerse al mismo poder de los dioses, le piden que se enrole en su legión, la XXXIII Omnipotens (nomina sunt omina), si no quiere que lo hagan procesar en Roma por hechicería. María se hace contratar como cocinera para estar junto al marido, que, consternado, es obligado nuevamente a recorrer un camino opuesto a aquel que lo llevaría nuevamente a su patria.

La legión, después de una marcha extenuante, encuentra a Tiberio Nerón, yerno del emperador Octaviano Augusto e hijo de su segunda mujer, que se apresta a conquistar Germania. José es presentado al futuro emperador como alguien dotado de poderes excepcionales, y el incrédulo e insolente marido de la muy disoluta Julia le pide entonces pasar el Elba para encontrar a los cimbrios, sus acérrimos enemigos. José responde que no sabe nadar, y el general romano refuta diciéndole que para un mago hebreo, no habrá problema en caminar sobre las aguas. Gracias al Cielo María le da a José su capa: él lo extiende sobre las cenagosas aguas del río nórdico y el manto se vuelve imprevistamente rígido como una canoa, tanto como para sostenerlo, y así, remando con el famoso bastón que floreció cuando se debía elegir al esposo de la Virgen María, llega fácilmente a la otra orilla. Allí es presa de una emboscada de los cimbrios y teutones, y él no conoce las técnicas de defensa personal de los legionarios, mas apenas lo ven, éstos huyen aterrorizados. No puede imaginar, ciertamente, que el Niño Jesús, rozándole la frente antes de que partiese a esa misión suicida, lo ha dotado de una luminiscencia como aquella que tenía Moisés luego de haber hablado con Dios en el Horeb.

Siguiendo a quienes debían asesinarlo, José llega al campo atrincherado de los cimbrios; el jefe germánico Hermann, conocido por los romanos como Arminio, presa de terror, ordena que le sean lanzadas tres jabalinas al mismo tiempo, pero tres ángeles de Dios las desvían y las hacen retroceder, de modo que resultan heridos quienes las habían lanzado. Para más, tras José se apresta una legión de espíritus celestes, decidida a defender el padre putativo del Señor, y guiada por el mismo arcángel Gabriel en persona, que desenvaina la espada con la que precipitó a Satanás en el infierno antes de que el mundo tuviese inicio, espada que tiene el poder de aterrorizar a quien la mira con el temor de Dios. Inmediatamente los cimbrios deponen las armas y se inclinan delante de José, identificándolo con el dios Wotan en persona. José, no obstante, recoge la espada de Arminio y se la devuelve, diciéndole: “No es con las armas, sino con el amor que he venido a conquistaros”. El jefe bárbaro se incorpora, y ve que todos los ángeles han desaparecido, menos el ángel de la Concordia. Entonces acepta atravesar en paz el Elba y encontrarse con Tiberio, que se preparaba a recibirlo con las armas con la excusa de vengar la muerte (que ya descontaba) de su explorador. Por consejo de José, Arminio planta la espada a los pies del general de Roma, y José lo incita a hacer lo mismo. Tiberio está por dar la orden de inicio de la masacre, aprovechando la aparente debilidad de los cimbrios, cuando, visible sólo a él, detrás de las espaldas del carpintero de Nazaret aparece el arcángel Miguel que, con ojos terribles, le impone obediencia. Inmediatamente Tiberio planta la espada a los pies de Arminio. Será la paz entre los romanos y los cimbrios: el Elba será la nueva frontera del Imperio, que no atacarán más los pobladores de sus confines, y los germanos renunciarán a sus correrías más allá del Elba, pero podrán venir a la nueva provincia a fin de comerciar libremente. Es el año 2 a.C.

Recibida la noticia, Augusto (a quien se le han muerto prematuramente los hijos que Julia había tenido con su viejo amigo Agripa, Cayo y Lucio, que debían ser sus herederos después de la muerte de Marcelo) asocia al poder a Tiberio y lo nombra heredero del trono. José sin embargo impide a Tiberio revelar su rol: quiere ser sólo un carpintero de su pueblo natal, al que espera volver lo más pronto posible. Tiberio hubiera querido cubrirlo de oro, pero María da al Niño Jesús una de las monedas de oro del César, él la arroja al fuego y ésta arde como estopa. “Así arderán Roma y tu imperio, hasta ser cenizas, si tus riquezas son sólo de oro y no de virtud”, comenta la Virgen. Entonces el estupefacto Tiberio ordena armar inmediatamente una nave que, a través del Elba y el Mediterráneo, lleve a los “brujos” a Palestina, dado que no puede agradecer de otro modo. Ellos aceptan de buen grado.  

A la altura de la Armórica (Bretaña), sin embargo, una nueva tempestad azota la nave y la arrastra fuera de ruta por siete días. Cuando acaba la tormenta, la nave se encuentra en el mar Ártico, aprisionada por los hielos, sin abrigo para defenderse del frío. El Niño Jesús, que ya aprendió a hablar, sugiere al que llama padre ubicarse en la proa de la nave con el bastón en la mano, como Moisés frente al mar Rojo. El hielo se abre solo, formando un camino derecho, y la nave puede seguir su viaje de vuelta. Pero es obligada a anclar en Irlanda para reaprovisionamiento. Aquí, los gigantes que habitan la isla se abalanzan sobre los romanos para devorarlos, pero Jesús les habla misteriosamente en gaélico y ellos, luego de arrodillarse frente a él, huyen aterrorizados. El capitán de la nave, Poncio Pilato el Viejo, está cada vez más confundido frente a los hechos a que asiste, pero ni siquiera los padres del Niño saben explicarle el porqué de su comportamiento.

De todas formas prosigue el viaje, pero a la altura de Galicia, cuando ya es visible el faro del cabo Finis Terrae, llamado “la torre de Hércules”, un navío no guiado por mano humana va al encuentro del que transporta la Sagrada Familia. A bordo se encuentra sólo el espectro del antiguo héroe griego Filoctetes que, habiendo desafiado a los dioses a la vuelta de Troya, fue condenado a vagar por siempre en los mares, sembrando el terror entre los navegantes. “Yo soy más fuerte que Zeus, que te condenó”, le susurra el Niño Dios en lengua griega, “y soy también más clemente: ¡te son perdonados tus pecados!”. Inmediatamente el espectro se volatiliza, el alma de Filoctetes desciende a reposar en el limbo y el navío fantasma se hunde con los demonios que en realidad lo gobernaban. El capitán romano se postra entonces frente a Jesús: “Alejáos de mí, señor, porque soy un borracho y un mujeriego…”. Jesús, sin embargo, lo ayuda a incorporarse y le dice: “Permaneced a mi lado, porque tengo necesidad de ti para retornar a la tierra de Israel, a donde fui enviado. Y tendré necesidad incluso de tu hijo un día”. Nosotros sabemos por qué. 

La nave pasa las columnas de Hércules y deja atrás Sicilia, pero una ola descomunal, enviada por Lucifer, que intenta impedir la Redención del mundo, arroja la nave en medio del desierto africano, en el lecho disecado del lago Tritonide, visitado incluso por los argonautas según cuenta Apolonio Rodio. Inmediatamente, los numidios rebeldes al Imperio atacan a los romanos y los capturan, mientras que el Niño Dios no mueve un dedo para impedirlo, al contrario, parece contento de verlos. De cualquier manera, los soldados romanos serán restituidos bajo rescate a sus compañeros, mientras que con los tres judíos, el jefe de la tribu no sabe qué hacer. Entonces interroga a José, pero el Niño Jesús le responde en su lugar, en lengua númida:

¿Quién eres tú, que osas contestar en lugar de tu padre?”, brama el jefe, encolerizado.

“Yo soy Aquel que es”

“¿Quiénes son tu padre y tu madre?

“Tengo un Padre y ninguna madre en el Cielo, tengo una Madre y ningún padre en la Tierra

“¿Por qué estás aquí?”

“Para dar a todos la vida y para que la tengan en abundancia”

“¡Tú me tomas el pelo!”

“Si tu supieses el don de Dios, y quién es Aquel que tienes delante, no quisieras disponer de su vida, sino que tendrías miedo que él dispusiese de la tuya”

“¿Por qué? ¿Qué puede hacerme, condenado niño?”

“Si quisiera, mi Padre podría darme doce legiones de ángeles que te atraparían de aquí a los confines meridionales de África. Pero no estoy aquí para destruirte ni para ser destruido, sino para ayudarte y ser ayudado por ti”

“¿En qué podría ayudarte?”

“A cumplir mi misión”

“¿Y en qué podrías ayudarme?”

“A salvar tu alma. Te quedan, realmente, pocas horas de vida, pero si crees en mí, yo podría darte la vida eterna”

El jefe se burla y ordena que tanto él como sus padres sean vendidos como esclavos por segunda vez desde el inicio de esta odisea, pero en la noche un infarto lo mata. En tanto, los tres judíos son vendidos a un camellero, Tuaregh, que los lleva hacia el sur, a través del desierto de Sudán. El calor es terrible, pero las palmeras se inclinan a su paso ofreciendo sus frutos al Niño, y donde José posa su bastón, surge el agua. También el camellero piensa que está delante de un brujo, y piensa sacarle una buena tajada. Ya en los confines de Etiopía, los vende al Negus Juan en persona, asegurando que se trata de un poderoso mago y su familia. Entonces el emperador de Etiopía, que lleva una máscara que oculta su rostro, le pregunta qué podría hacer para demostrar que no es un charlatán. Jesús sugiere a José que le pregunte por qué lleva la máscara, y él responde que es leproso. Entonces Jesús alcanza una jofaina con agua a José, en la cual se ha lavado la cara, y le indica que se lo alcance al emperador para que haga lo mismo. Juan es escéptico, porque ningún médico ni mago ha logrado curarlo, pero se quita la máscara y obedece: inmediatamente desaparece la lepra, y él rejuvenece diez años. “¡Tú eres el rey de los brujos como mi antepasado Salomón!”, dice. “¿Qué puedo hacer para agradecerte?”, “Convertíos tú y todo tu pueblo a la religión de tu antepasado, que es también la nuestra”, responde José por sugerencia del Niño. “También yo soy de la casa de David y desciendo de Salomón como tú, pero a través de su hijo Roboám, tú de su hijo Menelik, que tuvo con la reina de Saba”. El rey acepta, y José y María entienden por qué Jesús era grato al salteador numida: le había permitido llegar a Etiopía y obtener su conversión.

Sin embargo, los sacerdotes paganos etíopes murmuran contra José y familia, entonces José pide al Negus que lo deje partir para remontar el Nilo. El Negus no acepta, y le dice que, si realmente quiere estar lejos de Axum, debe continuar sirviéndolo yendo como su embajador a la India. El pobre san José no tiene opción, y debe aceptar para salvarles la vida a su mujer y el Niño. María, en efecto, ya había sufrido un intento de envenenamiento: le habían traído a la mesa una jarra de agua envenenada, pero antes de beber, Ella pronuncia la fórmula de bendición que Jesús mismo le ha enseñado (el núcleo del futuro Padre Nuestro) y la jarra se precipita al suelo, sola, rompiéndose.

Mientras la nave que lleva a la Sagrada Familia a la India se encuentra a la altura de Omán, una tercera tempestad la arrastra al sur, hasta el litoral de un continente desconocido, que se revela como Lemuria, habitado por una raza de demonios que han tomado el aspecto de los lémures de Madagascar. Impulsada por el Hijo, la Madre pronuncia nuevamente la fórmula de bendición, y el continente maldito se hunde de golpe con todos sus maléficos habitantes. El tsunami que le sigue, lejos de hundir la nave etíope, la lleva sin problemas hasta Calicut, en las costas de la India.

José emprende rápidamente viaje por tierra hacia Palibothra, capital del imperio Gupta. En el camino, un elefante furioso se precipita contra la Sagrada Familia, pero el Niño Dios alza una mano e inmediatamente el animal se calma. Una columna de un templo vacila y cae sobre ellos, pero el Niño la detiene en el aire. Un conjunto de tigres los ataca, pero un ángel aparece de la nada y los hace huir. Finalmente, llegan a Palibothra, sobre el Ganges, y José presenta sus credenciales de embajador; María alquila una casa en el barrio pobre de la ciudad y trabaja de costurera y tejedora. Las prendas que producen sus manos son de una belleza prodigiosa. Sin embargo, un día el Niño Jesús desaparece: después de tres días de búsqueda, los padres lo encuentran en el templo principal de la ciudad, discutiendo con los brahmanes hindúes, sosteniendo que la Trinidad adorada por ellos (Brahma, Siva, Visnu) no es la real, y con los bonzos budistas, negando la veracidad de la reencarnación. Su sabiduría es tal que ninguno se atreve a contradecirlo. “¿Por qué te escapaste? Tu padre y yo te buscábamos, preocupados”, le dice la Madre, pero él responde: “¿Por qué me buscabais? ¿No sabíais que debo ocuparme de las cosas de mi Padre?”

Desgraciadamente, la sabiduría del pequeño suscita envidia entre los brahmanes, que pagan sicarios para que rapten a la Virgen María. No obstante, un ángel se le aparece a José, y le indica el camino a seguir, hacia el norte. José toma a Jesús, que ya tiene diez años, y sigue a los raptores de su esposa hasta el lejano Nepal, donde les pierde rastro entre las montañas. Entonces Jesús ruega al Padre Celeste que ayude a su padre terrestre, e inmediatamente desciende del cielo un querubín, un ángel con aspecto de toro alado con rostro humano. José y Jesús lo montan y ven desde lo alto a los raptores escondidos entre las montañas, pudiendo así liberar fácilmente a María. Un demonio con forma de perro de dos cabezas del tamaño de un rinoceronte ataca a la Sagrada Familia, y comienza una lucha furibunda entre el demonio y el querubín; la lucha es tan violenta que ambos se precipitan en las vísceras de la tierra (no es difícil creer que el primero es vuelto al infierno, y el segundo cerca del trono de Dios). Los tres hebreos se encuentran solos en medio de las montañas, pero los salvan los monjes de un monasterio tibetano que los acogen en paz. Jesús pasa mucho tiempo discutiendo con ellos sobre cosas de Dios, como dice él, concluyendo: “No estáis lejanos del reino de Dios”. Finalmente José decide la partida. Mientras atraviesan un valle directo al sur, descubren que el imperio Gupta ha entrado en guerra contra la China de los Han, y un ejército chino captura a los tres miembros de la Sagrada Familia. 

Por este motivo comienza la odisea que los lleva hasta la ciudad de Ch’ang-An, entonces capital del imperio de los Han occidentales, porque el norte es menos seguro, expuesto al ataque de los hunos. Cuando el carcelero le pregunta quién es, por consejo de Jesús, el buen José responde que es un carpintero que sabe construir máquinas voladoras, que al emperador le resultarían perfectas para vencer la guerra contra los gupta. El carcelero ríe, pero Jesús le arroja un avioncito construido por él mismo con el papel descubierto en China, que vuela a su alrededor. El emperador Wang Mang, informado de este suceso, ordena que José construya un prototipo de planeador y lo vuele él mismo; José lleva consigo al Niño Jesús durante la demostración, y todo va viento en popa. El Hijo del Cielo se regocija:   

“¡Bravo! Con esta máquina voladora podré atacar desde lo alto a los ejércitos enemigos y conquistar la India, Partia, Etiopía y el Imperio Romano. ¡Seré el dueño del mundo! Como premio por tu habilidad…”

“…¿nos dejarás ir?”

“No, pero te daré el privilegio de ser asesinado antes que tu mujer y tu hijo, así no los verás sufrir”.

Cuando el malvado emperador quiere probar por sí mismo el planeador, un golpe de viento lo hace precipitar a tierra y se destroza. Los veinte hijos del emperador desencadenan una guerra furibunda y fraticida por la sucesión, el imperio chino se desmiembra en muchas partes, y comienza la era de los Reinos Combatientes. José, María y Jesús aprovechan la confusión para sumarse a una caravana de mercaderes persas en fuga de la guerra, recorren el camino de la seda y llegan a Samarcanda. Aquí, mientras los padres reposan en un albergue, el Niño Jesús juega con algunos coetáneos sobre la terraza. Uno empuja a otro, que cae por el borde y muere. Todos corren tras Jesús. El padre del muchacho, lo acusa de haberlo asesinado, pero Jesús se dirige al muerto preguntándole:

“Responde a tu padre: ¿he sido yo quien te ha empujado?”

Inmediatamente vuelve a la vida, se incorpora y responde al padre: “No, ¡no ha sido él!”

Lo sucedido pasa de boca en boca y José se ve obligado nuevamente a una fuga precipitada. Esta vez, al menos, va en dirección justa.

De Samarcanda los tres llegan a Persépolis, luego a Ecbátana, después a Babilonia, donde encuentran nuevamente a Gaspar, uno de los tres Reyes Magos. Llegan a Carre, escenario de la trágica muerte de Craso, y finalmente a Damasco. Es el 6 d.C. Están por poner pie en Judea, de donde Augusto acaba de remover el rey, su enemigo Arquelao, hijo de Herodes el Grande, acusado de inenarrables atrocidades, cuando una legión inmensa de demonios intenta impedirles el retorno a la patria.

“¿Y ahora cómo hacemos?”, pregunta la Virgen.

“Así”, sonríe Jesús. Chasquea los dedos y los monstruos desaparecen.

¿”Por qué os asombráis? ¿No sabéis que me ha sido dado cada poder del Cielo y de la Tierra, a cambio de la muerte atroz que he elegido libremente?”

San José está conmovido: “Quiere decir que tú… que desde el inicio…”

“Cierto, podía chasquear los dedos y hacer desaparecer cada trampa del demonio, o hacer que tres ángeles los llevaran en brazos directamente en Nazaret. Pero así obran los dioses paganos, no el Señor de los Ejércitos. Sólo aceptando viajar así podía bendecir cada lugar con la Shekinah, mi presencia, que de ahora en más no estará más confinada en el Santo de los Santos del Templo de Jerusalén. ¡Ahora toda la Tierra es el Templo del Altísimo! Y además, yo he querido revivir la historia de todo mi pueblo perseguido y errante, porque el profeta Oseas ha escrito, refiriéndose a Israel: “Desde Egipto he llamado a mi hijo…”. Ahora estoy aquí. Ahora he acumulado sabiduría y fuerza suficientes para iniciar mi misión. Y ustedes, pueblos de la Tierra, no temáis se de ahora en más hablo sólo al Pueblo Elegido: vendrá también vuestra hora. Yo estoy con ustedes cada día, para siempre, hasta la agonía de los milenios.”

Fin.

William Riker

Traducción en Italiano de esta ucronia


El Niño Jesús

 

La leyenda de Papá Noel es sólo un invento comercial sin ningún fundamento, una creación de la Coca Cola para vender más botellas de gaseosas en Navidad.

Todos saben sin embargo que no hay ningún viejo panzón vestido de rojo trayendo los regalos, sino el Niño Dios.

El Niño Dios cada 24 de diciembre sube a su trineo de plata y se prepara para volar sobre la Tierra. Tiene tres años, tres meses y tres días, pero, como dice el Corán, tiene el discernimiento de un adulto. El trineo tiene una linterna en cuyo interior brilla el astro que indicó a los Magos el camino a Belén, y la tiran cuatro seres vivientes, cubiertos de ojos por delante y por detrás; el primero tiene el aspecto de un hombre, el segundo de un león, el tercero de un torito, el cuarto de un águila. Ellos representan los cuatro elementos, y también los cuatro reinos de la Naturaleza (minerales, vegetales, animales, unicelulares, sobre los cuales Jesús tiene completo dominio) y finalmente los cuatro seres vivientes son de oro, como también las riendas que Él lleva en las manos.

Él tiene también una antorcha, símbolo de la Luz de la Fe que ilumina las tinieblas del mundo. Está hecha con una rama de la zarza ardiente de Moisés, y arde eternamente, sin consumirse.
No lleva bolsas ni cestas consigo: Él es el Creador, y le basta quererlo para hacer compartir los dones en las casas de los niños. Los dones más grandes que Él distribuye son la Paz, la Justicia, la Amistad, la Cordialidad, el Amor.

Lo acompañan en el trineo María su Madre, Santa Lucía y San Nicolás.

La presencia de María se explica teniendo presente que el Niño Jesús no va a ninguna parte sin Ella. Sin embargo a veces, sobre alguna casa, el Niño Jesús bajaría derecho aduciendo razones del tipo: “El papá de este chico blasfema muy seguido”, pero su Santísima Madre lo convence de detenerse: “Vamos, Hijo, detente: he visto a este niño rezar una plegaria en la iglesia, frente a mi altar…” El Niño Jesús no sabe decir que no a Su Madre, así que se detiene siempre.

En cambio Santa Lucía y San Nicolás lo acompañan porque son tradicionales dispensadores de los dones. San José el Carpintero se queda en cambio en el Paraíso, durante la ausencia de su Hijo adoptivo, para cubrir en su puesto los problemas más urgentes.

Si, volviendo de la Misa de Navidad, levantaran los ojos para mirar el cielo estrellado, verían una estela de fuego: es el trineo del Niño Jesús, que, a la velocidad de la luz cruza los espacios infinitos para distribuir a todos sus dones y su mensaje: “Paz a los hombres de buena voluntad”.

William Riker

Traducción en Italiano de esta ucronia


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